viernes, 28 de octubre de 2011

Circus


Fácil acostumbrarse a las comodidades de esta vida. Sobre todo, haber  resuelto la incertidumbre del sustento diario y sólo tener que asumir, a cambio, un aire de mayestática indiferencia que, por lo demás, está en mi naturaleza.
Sí, muy fácil y por un esfuerzo mínimo.
Pero, una cosa es la necesidad de alimentarme –que antes me proporcionaba, además, el noble placer de perseguir cebras y gacelas por la sabana- y otra muy distinta son los atracones, dos o tres veces por semana,  con lotes de cristianos que se entregan casi en trance en el centro de la arena sólo por dar gusto a un individuo paranoico y megalómano, que delira con ser el bardo más excelso del Imperio mientras sueña un incendio descomunal que reduzca a la nada a esta ciudad perversa y decadente.

Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito) 

martes, 25 de octubre de 2011

Pecados capitales

Desnuda, blanca, redonda y opulenta, tu carne sin manchas incita mi mordisco.


Más allá, impúdica e inerme, yace tu roja, tersa piel en continua espiral recién mondada.


Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

viernes, 14 de octubre de 2011

Barrilete

Cuerpo de papel
              de seda
ligado a tu mano
              izquierda
por mil trescientas
              sinrazones.


Viene el viento
               desde ayer
hasta el último día
               de este mundo
y soy así,
               lábil y sola,
en el cielo sin fin
y sin palabras.


No hay ramas para mí,
              no hay nido...


Sólo las múltiples opciones
              que imagina
mi rosa de los vientos:


              Norte prohibido,
              Sur ajeno,
              Oeste quebrantado,
              Este... jamás,
                          jamás,
              ni en los más absurdos
                          sueños.


Silvia Piccoli 
En Bestiario contemporáneo - Poemas, mándalas y otros desvaríos (inédito)



jueves, 13 de octubre de 2011

Apocalipsis

El día vino a ocurrir por el mismo lugar entre las olas, con las mismas prisas, con sus propias precauciones. Primero fue apenas un resplandor coralino, tenue y perezoso que salpicó destellos sobre la espuma. Después, y de a poco, alumbraron los fulgores inevitables y fue la luz plena subiendo por la curva lejana, más allá de todo.


Los hombres iniciaron sus rituales cotidianos, invocaron a sus dioses, renovaron su alianza con el bosque y con los pájaros, atizaron el fuego. Los más jóvenes se dieron al trabajo; los ancianos, a la memoria. Sólo unos pocos empuñaron las armas con nostalgia, como quien conjura el terror de la guerra.


A todos los rondaron ese día los espíritus del Águila y del Jaguar, de la Serpiente y del Quetzal; y por eso algunos recordaron que tal vez hubiera llegado el momento de prepararse para algo.


Para algo que llegó en cascos de madera y de un metal de brillo desconocido, con velas de un blanco pobre y gastado. 


Para ese algo que fue, de una vez y para siempre, en la estampa y en la sombra de un puñado de extranjeros barbados, tan avergonzados de la palidez de sus propios cuerpos como para cubrirlos por completo con paños opacos y espesos, incapacitados para comprender el lenguaje sencillo de los hombres felices. 


Para ese algo que se impuso desde la cima del objeto erecto y vertical que los extraños plantaron en la playa poco antes de la media tarde, y que pareció clamar al cielo en silencio por la profanación eternamente impune del Paraíso verdadero.


Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

martes, 11 de octubre de 2011

Septiembre, 16


Pasó revista a los perros.
A los más flojos los armó con garrotes.
A los dos o tres más irracionales los puso al mando de la jauría, y los lanzó contra la presa.
Presa fácil.
Enarbolaban pancartas, consignas con olor a mariposas iridiscentes y cánticos pacifistas, y empuñaban algo como lápices.
En pocos minutos, los perros los redujeron a una masa desarticulada y sanguinolenta, y se llevaron unos cuantos trozos para mostrárselos al jefe.
Cumplido el objetivo, una vez más el Mal se enseñoreaba a su antojo de la historia del Continente flagelado.

Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

lunes, 3 de octubre de 2011

Galeano


El Hombre habla. Tiene la voz de leño seco, de hoguera crepitante. Sus ojos sin tiempo me susurran que lo han visto todo, y que saben que él no ha de morir.

La voz del Hombre me abraza imperceptiblemente con cada palabra de su Libro.

Los ojos del Hombre me advierten que más allá de la historia comienza el reino del mito, y que es imposible escapar de allí.

Y mientras relata la odisea irresuelta del territorio lindero con el Paraíso, y su voz dibuja el mapa subterráneo de la infamia, y sus ojos trazan el plano celestial de los sueños sin destino, yo me interno ciega en la saga inconcebible, embriagada por esa alquimia irrepetible que sólo él conjura.

Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)