jueves, 13 de octubre de 2011

Apocalipsis

El día vino a ocurrir por el mismo lugar entre las olas, con las mismas prisas, con sus propias precauciones. Primero fue apenas un resplandor coralino, tenue y perezoso que salpicó destellos sobre la espuma. Después, y de a poco, alumbraron los fulgores inevitables y fue la luz plena subiendo por la curva lejana, más allá de todo.


Los hombres iniciaron sus rituales cotidianos, invocaron a sus dioses, renovaron su alianza con el bosque y con los pájaros, atizaron el fuego. Los más jóvenes se dieron al trabajo; los ancianos, a la memoria. Sólo unos pocos empuñaron las armas con nostalgia, como quien conjura el terror de la guerra.


A todos los rondaron ese día los espíritus del Águila y del Jaguar, de la Serpiente y del Quetzal; y por eso algunos recordaron que tal vez hubiera llegado el momento de prepararse para algo.


Para algo que llegó en cascos de madera y de un metal de brillo desconocido, con velas de un blanco pobre y gastado. 


Para ese algo que fue, de una vez y para siempre, en la estampa y en la sombra de un puñado de extranjeros barbados, tan avergonzados de la palidez de sus propios cuerpos como para cubrirlos por completo con paños opacos y espesos, incapacitados para comprender el lenguaje sencillo de los hombres felices. 


Para ese algo que se impuso desde la cima del objeto erecto y vertical que los extraños plantaron en la playa poco antes de la media tarde, y que pareció clamar al cielo en silencio por la profanación eternamente impune del Paraíso verdadero.


Silvia Piccoli
En Primer Manual de Pequeños Auxilios (inédito)

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